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UNIR: ¿Qué podemos aprender de China?

UNIR: ¿Qué podemos aprender de China?

por JAVIER BORRÀS
October 2016 - Nueva Revista número 158

Pese a su importancia -siempre creciente-, todavía conocemos poco al gigante asiático por antonomasia.

Podemos aprender que China se piensa a sí misma como se pensaría el Egipto faraónico, si todavía existiese. Que a finales del siglo III antes de Cristo, durante el auge y caída de la dinastía Qin, en China ya se disputaba una gran batalla entre los partidarios del feudalismo y los del absolutismo, una lucha que llegó a Europa más de mil quinientos años después. Que dos discípulos de Confucio, Mencio y Xun Zi, inauguraron –en los albores del siglo III antes de Cristo- un enfrentamiento filosófico entre aquellos que consideraban que la naturaleza del hombre era buena y los que creían que era mala. Que si China es una civilización -grande, fuerte- capaz de tener perspectiva histórica de más de veinte siglos, ¿qué valor puede tener la vida de un hombre ante esa rueda inmensa?

 Que si China ha roto las concepciones del tiempo también lo ha hecho con las del espacio. Que más allá de las millones de almas que habitan en grises mega-ciudades de las que no habíamos oído nunca el nombre -y que, si viajásemos a ellas, nos parecerían todas iguales-, China se extiende hacia paisajes insospechados propios de un imperio. Al noroeste, desiertos ardientes donde los hombres degüellan corderos y rezan a Alá. Bajando al sur, cadenas de montañas que desembocarán en los picos más altos del mundo, donde los hombres llevan sombreros de vaquero, los templos se adornan de papeles multicolores y las viejas esconden, temerosas, pequeñas fotografías del dalái lama debajo del colchón. Más hacia el este, siguiendo la costa, aparecen las palmeras, la humedad, los barcos y puertos donde antes desembarcaban piratas y ahora embarcan contenedores de mercancías, mientras -a lo lejos- se observa una gran isla de playas paradisíacas llena de hoteles de cinco estrellas y bases militares. En este momento, si cruzáramos al extremo norte del país, nos encontraríamos ante una gran tundra desértica y helada, donde el número de almas va descendiendo y el mandarín se mezcla con los acentos rusos y coreanos. Que si China no es un país sino una civilización, tampoco es un estado, sino un continente.

 Que esta inmensa masa de tierra está habitada por un pueblo que fue asaltado, durante el siglo XIX y XX, por potencias occidentales, por Rusia y por Japón, pero ha sabido salir adelante creyendo en sí mismo, en lugar de refugiarse en el victimismo o el complejo de inferioridad, enfermedades de los países pos-coloniales. Que aunque no olvida los agravios, ni de hace ochenta años ni de hace milenios, eso no lo frena en su camino de saber lo que quiere y tener grandes ambiciones. Que este sentimiento se extiende desde las élites políticas del país -con todo lo admirable y temible que eso comporta- hasta al niño chino de seis años que conocí en un parque de Pekín y me explicó que, de mayor, quería ser Premio Nobel de Ciencia.

 Que toda esta energía nacional está sustentada en los personajes más fascinantes que he conocido: los ancianos chinos. Seres humanos que sobrevivieron a una dinastía feudal, a una guerra mundial, a una guerra civil, a una hambruna planificada en el nombre de la utopía, a una purga humana y delirante que buscaba quemar hasta las cenizas todo lo viejo. Que nacieron cuando aún existían emperadores y eunucos y morirán en el mundo de los drones y los smartphone. Que, con esa piel tostada y arrugada por acumular recuerdos, te ofrecen en silencio y con una sonrisa un cigarrillo, en la zona de fumadores de un tren en el que dormirán tres noches seguidas en una silla o en el suelo. Que te los encuentras en Leshan, a los noventa y cinco años, subiendo las miles de escaleras -casi imposibles- que conducen a la estatua de Buda más grande del mundo. Que todavía hacen cosas bellas, como entrenar pájaros del norte, a los que en primavera dejarán en libertad, o domesticar grillos, que guardan cuidadosamente en pequeñas jaulitas de madera.

 Que toda la violencia y el horror que han soportado se escapa de las formas más insospechadas a través de su literatura. Que, ante la censura política, el dolor sólo puede tratarse a través del humor o el surrealismo. Que el cuento del escritor Lu Xun que inaugura la literatura china contemporánea habla de personas que se comen a otras personas, mientras los demás miran a otro lado y, a la vez, desean hacer lo mismo. Que tras los horrores del maoísmo, uno de los grandes escritores, Yu Hua, empieza una de sus novelas con un padre que muere ahogado en una piscina de excremento líquido, al resbalar mientras espiaba el trasero de las mujeres de la letrina de al lado. Que ante la tristeza y la imposibilidad del perdón o la ira, quizá sólo nos queda lo irónico y lo escatológico.    

Que toda esta tristeza se les derrama a algunos por las letras, pero que la mayoría de chinos lo soluciona abandonándose a lo que más les gusta: comer. Que esta civilización-continente abarca cuatro escuelas de cocina, que se dividen en muchas más, imposibles de abarcar. De las gambas, moluscos y pescados frescos de la costa occidental; a las intensas setas silvestres y los pasteles rellenos de pétalos de rosas de Yunnan; a los grandes calderos picantes de Sichuan, donde los maléficos cocineros usan aceites especiales para que ningún ingrediente se libre del ardiente aderezo y la lengua del comensal no obtenga tregua en ningún bocado. O los especiados pinchos de cordero y berenjenas rellenas de Xinjiang; o el famoso, dulce y crujiente pato laqueado de Pekín, bañado en una hermosa melaza color caramelo; o las contundentes sopas de patata y carne de yak que alivian el intenso frío tibetano. Que las magnitudes también son gastronómicas.

 Que toda esta diversidad en manjares no rompe la obsesión china por la unidad nacional. Que esta necesidad -y a la vez inseguridad- de mantenerse como potencia les lleva al imperio y que, ante este hecho, el imperio que por ahora domina el sistema no se está quedando quieto, sino que está moviendo sus piezas al otro lado del Pacífico. Que la relación entre las dos potencias que van a dominar el sistema internacional, Estados Unidos y China, será el gran problema que deberá afrontar el siglo XXI. Que, por ahora, un conflicto de características que no habíamos visto antes se está desarrollando en el Mar del Sur de China, donde los buques de guerra sustituyen a los tanques y los ataques cibernéticos a los bombardeos. Que, cuando la guerra se desplaza de la tierra hacia al mar y al espacio, cada vez tendremos menos muertos pero, a la vez, menos información. ¿Cómo una televisión podrá explicar una guerra donde no hay balas ni sangre, sino -simplemente- buques y submarinos moviendo posiciones?

 Que la guerra de los barcos y los satélites no podrá opacar, como tampoco pudo la inquisición maoísta, la sonrisa de una joven china. Que su pelo largo y negro e hipnotizante seguirá ondeando cuando se monte en su bicicleta. Que sus ojos se iluminarán como los de un niña -medio tímida, medio divertida-, con un fulgor simple y milenario. Que una civilización tan antigua entiende la elegancia de la línea y eso se traza en las siluetas de sus mujeres, que no olvidaremos.

Que en Europa nos cautivamos por el brillo de unos ojos, pero también nos cautivaron figuras míticas y opiáceas como Mao y Ho Chi Minh, cuando -en realidad- los hombres que marcaron el destino de Asia Oriental fueron otros dos. Que Deng Xiaoping consiguió la mayor reducción de pobreza y la mayor explosión económica de la historia de la humanidad, y que Lee Yuan Kew, autócrata de Singapur, consiguió convertir una ciudad decadente en una potencia militar, financiera y, quizá lo más importante, intelectual. Que con el modelo ideado por Lee y las cifras alcanzadas por Deng consiguieron demostrar que las dictaduras pueden conseguir inmensos éxitos económicos y sociales, y que los grandes temas pueden solucionarse más rápido en manos de tecnócratas. Ante esas evidencias, ¿qué modelo mejor tiene Europa para ofrecer a los países del Tercer Mundo? Que quizá esta tensión creciente forzará a Occidente a desempolvar un dilema que, por miedo y comodidad, tenía escondido: ¿Para qué sirve la democracia?

Data noticia: 
Dilluns, 10 Octubre, 2016
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